«In the Mood for Love»

Traducida como Deseando amar, la traducción es ya una interpretación. El film 2046 cierra la trilogía, que comenzó en 1990 con Days of Being wild y que se prolongó en el año 2000 con In the Mood for Love.

La historia se sitúa en el Hong Kong de los años 60, el paraíso perdido de la infancia de su director, Wong Kar-wai. Según afirma, fue guionista y posteriormente director de cine porque su madre lo llevaba con mucha frecuencia al cine de niño, ya que en su exilio en Hong Kong no tenían parientes. Califica la trilogía como un estado mental concluyendo que cuando queremos recuperar lo perdido, avanzamos tratando de conservar, no sólo la persona o el tiempo que dejamos atrás, sino también el momento y la atmósfera. Es un lugar atópico, imposible, inexistente.

La película es un puzle de líneas argumentales de las que destacamos solo algunas. Los protagonistas viven ordenando recuerdos, desordenando la verdad y la mentira, persiguiendo el fantasma de un amor perdido. El humo y la lluvia son sus metáforas visuales. Ellos están paralizados por la pérdida del amor, emborrachados por su memoria y su nostalgia que hace del presente un tiempo diluido en tristeza y soledad. Erráticos en principio, el despliegue narrativo irá mostrando la problemática de la memoria en la que les toca decidir cómo organizar sus recuerdos. Ser otros para encontrarse con otros y tal vez con esos otros que ellos mismos son.

Lo indecible está representado por el secreto susurrado en el agujero del tronco de un árbol, acogido por el recinto sagrado de un templo abandonado. Y el exilio, en primer lugar el exilio infantil en Hong Kong del director, que afirma pensar a veces que el espacio es un protagonista, el personaje principal en la escena, un testigo. El amor y el deseo son huellas del exilio, de lo indecible, de un encuentro que nunca fue, una mítica ausencia que es condición del deseo y del amor.

La propuesta de Wong Kar-wai fluye sinuosa por vasos comunicantes alejados de la linealidad del modelo cinematográfico más habitual. Él mismo dice que pretende hacer del espectador un vecino que observa. Y en esa observación, proponemos nosotros, encuentra sorpresivamente algo de su propia historia, arrastra al espectador hacia un territorio íntimo: el recuerdo, el tiempo, el amor frustrado, la incomunicación, el desencuentro… vivencias personales que se prefiere habitualmente hundir en el olvido. El autor consigue que ese lugar sepultado salga a la luz con su cámara, pero de soslayo, de alguna manera similar al unheimlich freudiano. Así, In the Mood for Love cuenta una doble historia: por un lado, la que proviene de la trama argumental, bastante escueta y que juega con los desencuentros en los años 60 de una pareja que apenas llega a serlo; por otro, algo de la nuestra, otra historia.

El cineasta emplea los recursos fílmicos formales para construir la lógica discursiva del relato que le interesa presentarnos. Opera con ellos un mecanismo de deconstrucción desde el interior del mismo film. Rueda sin guion o con el guion inconcluso y cambia frecuentemente el sentido del relato. Los quince meses de rodaje (insólito en comparación con los procedimientos occidentales) edificaron primero un material visual de una historia sin vacíos, un film que nunca verá la luz, un tiempo mítico cuyo trabajo de decapado va a constituir el montaje posterior. La película así montada es un relato hecho de piezas sueltas, retazos, sugerencias, momentos suprimidos, visiones fugaces, ausencias. Ahí es donde quiere llegar el director, a la ausencia. In the Mood for Love tiene la lógica de un poema y, como tal, no importa lo que dice sino a lo que apunta, a la ausencia que convoca, y esto lo consigue mediante la utilización de un procedimiento enunciativo y otro formal inherentes al lenguaje cinematográfico, el uso de la elipsis y el fuera de campo. Este fenómeno es común en otros filmes del mismo autor. La cámara no es un personaje testigo sino la misma mirada de Wong Kar-wai que, lejos de la omnipotencia frecuente en el cine occidental, tiene problemas para ver e identificar lo que ve. Para conseguir ese efecto usa, como ya lo venía haciendo en sus filmes anteriores, los recursos estrictamente cinematográficos: el blanco y negro para que fluyan las retóricas de la elipsis, e incluso la pantalla vacía -mantenimiento, en ocasiones, de total oscuridad- pero, sobre todo, un fuera de campo tan pregnante como aquello que oculta. La cámara se detiene en la antesala del acontecimiento, en las grietas espacio-temporales que circundan lo indecible, lo irrepresentable, haciéndolo comparecer. La cámara busca y huye a la vez en los travellings sobre las paredes, descentrados, desenmarcados. La historia que narra o, mejor dicho, evoca, no pone a nuestra disposición una totalidad compacta, es una invitación a descifrar, una sugerencia según la cual nos toca decidir cómo utilizamos nuestros recuerdos y qué función le damos a la ausencia.

Wong Kar-wai impregna con ralentizaciones casi imperceptibles el paso del tiempo, el tempo cinematográfico y el tiempo vital, expandiendo la nimiedad del momento pero comprimiendo a la vez el contenido del relato. El encuentro imposible en el momento presente de los personajes tiene como consecuencia el despliegue de una poética del olvido y de la memoria, del amor después de haberlo perdido. El tiempo está ligado a la ausencia que horada nuestro ser, las relaciones, los vínculos y los desencuentros, tomando otra dimensión y diluyéndose como el humo de un cigarrillo; diez años pasan en un segundo y un instante parece eterno. El propio director afirma: “la utilización que hago del ralentí es pragmática: es una llamada a una suspensión del flujo, una manera de dejar a los personajes y a los espectadores disfrutar de una mirada, de una atención a un ruido o a una luz”. Como él mismo confiesa, no se trata de un cine para los demás, sino de una trama -en el sentido de tejido, telaraña- de recuerdos significativos”1.

Notas:

  1. Gómez Tarín, Francisco Javier. Grietas en el espacio-tiempo. Wong Kar-wai. Akal, Madrid, 2008. p. 29.

 

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