¡Arde Troya!
¡Ay, Atenea! ¡La diosa de la Sabiduría ha caído en la tentación del brillo fálico! Ella que todo lo sabe, sucumbió al destello de oro de aquella manzana que Eris, furiosa, arrojó en medio de los convidados a la boda de Tetis y Peleo.
Eris o Éride -conocida en la mitología greco-romana como la diosa de la Discordia- había sido la única excluida del banquete. ¡Es que era tan problemática y odiosa que no querían su presencia!
No fue suficiente: ella se presentó, y enardecida, arrojó entre los invitados aquella manzana de oro que rezaba: “Para la más bella”.
No solo Atenea sucumbió al encanto dorado de aquella fruta, también Afrodita y Hera la reclamaron como propia. Zeus se lavó divinamente las manos (no quería entrar en discordia con su mujer e hijas) y pasó la decisión que se le pedía para resolver la cuestión, a Paris, príncipe de Troya.
Cada una de las diosas lo extorsionaba con algo para conseguir la manzana: Hera le ofreció poder político; Atenea el triunfo de la guerra y Afrodita el amor de La mujer más bella entre las de su sexo: Helena. Paris le creyó, le dio la manzana a Afrodita y ésta lo llevó a conquistar a Helena -que estaba felizmente casada con Menelao, rey de Esparta.
El brillo de aquella manzana, la de la discordia, avivó el fuego de tal manera que nueve años duró la guerra de Troya -para que al final Helena volviera con Menalao. ¿Un final mal-logrado?
En fin, léanse ustedes la historia. Mi intención era solo hacer una reflexión pensando en la última enseñanza de Lacan: hay un real indomable, cuyo desfasaje con lo imaginario- simbólico queda demostrado cada vez que se intenta domesticarlo. El mito de origen de la guerra de Troya la tenemos en ese objeto, que al fin y al cabo, más allá del dorado, lo que cubre es la opacidad de eso que ex – siste, designando la posición de lo real en el encuentro con el Otro sexo.