«Chesil Beach»: la eterna dificultad

“Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible. Pero nunca es fácil.”

Ian McEwan, Chesil Beach1

Las palabras que sirven de pórtico a la novela del británico encierran una verdad a medias, pues lo que se encuentra tras la dificultad a la que aluden es, en realidad, una imposibilidad, no la de la conversación sobre el sexo, sino la de gozar del cuerpo del otro.

Chesil Beach es el marco espacial en el que Edward y Florence quieren pasar su noche de bodas, el lugar idílico que han reservado para su primera relación sexual. Encuentro fallido descrito con detalle y morosidad asombrosa en el que la instancia narrativa oscila entre el discurso interior de él y el de ella, recurso que formaliza a la perfección el desencuentro y la no existencia de la relación. Ambos viven esa experiencia con gran frustración, pero ignoran que haber obtenido la satisfacción sexual no les habría librado del fracaso.

El texto despliega lo que podrían ser algunas de las causas de ese fiasco: la sociedad conservadora y extremadamente opresiva de la década de los 60, la aversión de Florence al sexo, las diferencias económicas y de clase existentes entre ambos e incluso la perturbación mental de la madre de Edward que ha podido afectar a su relación con las mujeres; ninguna de ellas apunta al hecho de que el goce del Otro nunca es el goce del Uno.

La novela avanza sin que los protagonistas logren formar pareja, es decir, sin que el Otro se convierta en el síntoma del parlêtre, se convierta en un medio de su goce2.

El matrimonio, en su dimensión fálica, no consigue en este caso velar el agujero de la no relación; tampoco el particular goce de cada uno logra hacer nudo por medio del amor, cuya función principal es hacer pasar ese goce al deseo. Las últimas líneas del relato confirman lo que había sido anunciado al inicio:

Con amor y paciencia –ojalá hubiera él tenido las dos cosas a un tiempo– sin duda los dos habrían salido adelante. [...] En Chesil Beach podría haber llamado a Florence, podría haberla seguido [...] [Él] observó la premura con que ella recorría la orilla [...] hasta que solo fue un punto borroso y decreciente contra la inmensa vía recta de guijarros relucientes a la luz pálida.

Mediante el sueño del amor el parlêtre piensa que puede hacer del uno más uno dos; la suplencia que supone el amor es la que permite hacer lazo, pero para que eso ocurra ha de haberlo y, como muestra el último párrafo de la novela, no es así. Edward no ama lo suficiente a Florence; ella no puede llegar a decir: “es él quien me ama”, es más, como afirma Eric Laurent3, del lado de la dama es preciso que el ser amado hable, y Edward no “llama a Florence” cuando podría haberlo hecho, y, en cualquier caso, que haya amor y palabras tampoco garantiza la concordia.

Falta el amor, sí, pero también la paciencia. ¿Cómo pensar esa segunda carencia? En el transcurso de los acontecimientos, Edward llega a odiar a Florence, odia su modo de goce, un goce que le resulta desconocido, opaco. Sin embargo es desde el consentimiento a esa opacidad desde la que conviene partir. Así lo afirma Lacan en su Seminario sobre el sinthome: “Digo opacidad porque, en primer lugar, no nos damos cuenta de que lo sexual no establece de ningún modo ninguna relación. No podría haber mejor palabra que exilio para expresar la no relación”4. Y qué duda cabe de que ese punto borroso que es el cuerpo de Florence desapareciendo ante la mirada confundida de Edward constata la eterna imposibilidad y el hecho de que el parlêtre está siempre convocado a inventar su particular modo de relación.

Notas:

  1. McEwan, I, Chesil Beach, Barcelona, Anagrama, 2008.
  2. Miller, J.-A., El partenaire-síntoma, Bs. As., Paidós, 2008, p. 411.
  3. Laurent, E., Los objetos de la pasión, Bs. As., Editorial Tres Haches, 2004, p. 128.
  4. Lacan, Jacques, El seminario, libro 23: El sinthome, Bs. As., Paidós, 2008, p. 68.
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