Picasso. Erotismo, mirada y máscara

Siempre me perturbaron algunas obras eróticas de Picasso, particularmente dos elementos a los que atribuía su carácter siniestro: la mirada y la máscara. Se me ocurre revisitarlas partiendo de lo expuesto por Xavier Giner en su introducción a este espacio: es el objeto de arte el que interpreta al espectador y convoca su goce.

Los dibujos y grabados a los que me referiré son de producción tardía, posteriores a los primeros años 50 y, por tanto, ejecutados cuando Picasso tenía más de 70 años. A partir de esa fecha su imaginario sexual parece desbordarse, lo que ha llevado a uno de sus biógrafos menos complacientes a recorrer esas obras como huellas de la impotencia1.

En la serie dedicada al pintor Rafael y la Fornarina, el amor apasionado entre el artista y su musa y amante -figura del imaginario romano presentada ora como Madonna, ora como cortesana- aparece ensombrecido por la mirada de un tercero muy presente. El tercero que mira a los amantes es un Papa, Julio II o León X, un Otro mayúsculo en cualquier caso. La importancia de la mirada es tal que, en algunos grabados, la cabeza de ese tercero ocupa un espacio similar al de los cuerpos de los amantes, afanados en un galimatías de ejercicios sexuales. ¡Nunca la père-versión fue tan amplificada! La desproporcionada presencia de la mirada del Otro evidencia la falsedad de una escena que parece gritar: no hay dos sin tres, el tres es lo que de lo real puede condensar el objeto del fantasma, lo que del vacío del Otro captan la mirada, la voz, y poco podrían hacer Rafael y la Fornarina sin su presencia.

Más allá de esa serie, la mayor parte de estas obras eróticas son representaciones de una pareja conformada por una mujer todavía joven y deseable y, del lado masculino, variaciones de la figura del pintor: un viejo, un clown, un mono… En esas parejas absurdas o grotescas, Picasso reintroduce la máscara: los partenaires se miran a través de máscaras, las colocan torpemente ante sus cabezas, visibles, separadas de sus rostros.

Picasso encontró la máscara hacia 1907, la tomó del arte africano en el desaparecido museo etnográfico de París, logrando cerrar con ella “su larga lucha” para encontrar una nueva forma de expresión2. Esas máscaras del primer cubismo, a pesar de crear rostros monstruosos, se mantienen pegadas a ellos, se confunden con ellos; por el contrario, en sus obras tardías Picasso separa e independiza las máscaras de los rostros, surgiendo ahí para mí lo siniestro, en tanto que esa separación evidencia lo fantasmático y desvela su falsedad. Si la bella relación a dos de Rafael y la Fornarina se mostraba mediada y dependiente de la mirada, las variaciones de los partenaires con máscaras subrayan el carácter de semblante de aquello que les permite relacionarse, de la mascarada a través de la que toda relación es filtrada.

Pero lo dicho no basta, la perturbación surge del desvelamiento pero no sólo, es necesario que el desvelamiento se produzca allí donde algo del propio goce es convocado -ecco l’arte-, porque lo que perturba al espectador es descubrir a la vez la falsedad del entramado fantasmático y el “surgimiento como tal del goce, como inaprensible”3.

Notas:

  1. Berger, John, Fama y soledad de Picasso. Madrid, Alfaguara, 2013, p. 215-33.
  2. Stein, Gertrude, Picasso, Madrid, La Esfera, 2002, p. 40.
  3. Lacan, Jacques, El Seminario, Libro 19, … o peor, Barcelona, Paidós, 1992, p. 222.
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