Texto de presentación

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Discordia, etimológicamente, remite a desavenencia sentimental, son los corazones en desacuerdo, en conflicto. Es una palabra que se acomoda a la inmensa variedad de complicaciones propia de la relación entre los sexos para quienes habitan en el lenguaje.

Ellos –a diferencia de los demás seres vivos sexuados– no disponen del programa natural que indicaría de manera certera y definitiva qué objeto les correspondería. Por otra parte, tampoco basta con lo real de su anatomía para concluir sobre el sexo que cada uno pueda alcanzar a atribuirse.

Es cierto que por la anatomía son identificados niños o niñas al nacer pero, como decía Lacan, “el ser sexuado no se autoriza sino de sí mismo”1, esto es, la clasificación del Otro no le impide elegir pero, aún cuando acepte alinearse con uno de esos significantes, nada implica que alguien de la categoría opuesta le sirva como partenaire.

A falta de determinación instintiva, los hablantes recurren al lenguaje para organizar su sexualidad. Así, Freud concibió el falo –fruto de la cooperación entre lo imaginario de la diferencia de los cuerpos y lo simbólico de la ley paterna– como el operador que ordena lo real del sexo y orienta la elección de partenaire: ellos queriendo usar el suyo como el padre –pero sometidos al temor de perderlo imaginaria o simbólicamente– y ellas aspirando a conseguirse uno de derecho –pero con envidia y resquemor por su supuesta inferioridad. Cualquier real anterior quedaba perdido para siempre.

De este modo, el hombre se inclinaría por la mujer y la mujer por el hombre pero debido, exclusivamente, a la relación que cada uno mantiene con el falo y que se declina entre tenerlo o serlo, con el apoyo de los semblantes para construirse un parecer que presentar al mundo. Desde esta vertiente fálica, no hay relación sexual sino relación al falo.

Sin embargo, ya Freud percibió que la mujer escapaba por una parte a esa lógica del falo; ella tenía un toque misterioso, un algo que fluctuaba entre inquietante y maligno.

En realidad, su intuición retomaba lo que se viene arrastrando desde el origen de los tiempos: sea en el Olimpo de los dioses –donde Eris arrojó la manzana de la discordia al mundo, desencadenando la guerra de Troya– sea en el paraíso terrenal, donde Eva mordió la manzana y tentó a Adán a saltarse la ley que Dios había instituido con la palabra, empujada por un goce más allá del significante.

Fue Lacan quien, retomando la intuición freudiana y renunciando al predominio de lo simbólico, formuló que hay un real indomable, que no se puede atrapar con el significante y que satisface al cuerpo. Con la particularidad añadida de que ese goce es, siempre y exclusivamente, del propio cuerpo, por lo que tampoco conlleva ningún apareamiento entre dos, no es causa de relación entre dos. En consecuencia, también desde esta perspectiva nos topamos con que no hay relación sexual, no hay complementariedad de los sexos.

Si ese goce del cuerpo es más accesible a la mujer es porque su menos fálico la deja más cerca de lo real, mientras que el hombre, en general, está abotargado de falo, sometido a él. El no todo fálico que implica la feminidad se presenta como inquietante para el poder de lo simbólico, para el poder fálico que supuestamente detenta el hombre por poseer el órgano de la copula. Así, el rechazo a lo femenino, en todas sus manifestaciones –violencia, desprecio, sometimiento, anulación, degradación– revela ser, simplemente, rechazo de lo real. La discordia está servida.

Desde este punto de vista, la relación de pareja en lo que respecta al encuentro de los cuerpos consiste, para cada uno, en abordar a su partenaire como medio de goce, esto es, hacerle ocupar el lugar de síntoma. Y sabemos bien que las relaciones con el propio síntoma no son pacíficas ni necesariamente placenteras.

Por suerte, está el recurso del amor, al que Lacan atribuyó una función digna: ser suplencia de la relación que no existe. Porque hacer el amor trasciende la procreación y el apareamiento, y sobre todo, pretende trascender el goce autístico. Con el amor, dos cuerpos pueden verse llevados a sobrepasar lo contingente de un encuentro ocasional para soñarse como mutuamente necesarios.

Lacan se preguntaba si el ser hablante lo era a causa de lo ocurrido con la sexualidad o si, por el contrario, eso le ocurrió a la sexualidad porque él es un ser hablante. Nunca respondió su pregunta. Nos dejó la paradoja que conlleva habitar el lenguaje: permite un margen de maniobra muy superior a aquel del que disponen el resto de vivientes pero, al mismo tiempo, introduce una complejidad relacional sin parangón. Los parlêtres somos, en este sentido, una especie única.

¿Qué esperar de un análisis respecto a todo esto? Un psicoanálisis es la experiencia donde el ser hablante puede elaborar, aislar y volver legible la escritura del modo de goce que para él prevalece, abriéndole así un cierto grado de libertad.

Y también puede facilitar el acceso a un nuevo amor –lejos del amor narcisista y absoluto que hace que la discordia tome la forma del estrago, del sacrificio o del homicidio– un amor advertido que contemple la falta y la diferencia.

Estas y otras cuestiones serán tratadas desde la clínica psicoanalítica como síntomas de nuestra civilización en las XVIII Jornadas de la ELP.

Notas:

  1. Lacan J., El Seminario, libro 21, Los no incautos yerran, Lección del 4 de abril de 1974, inédito.
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