Sucedió una noche: del amor y de la discordia
“Sucedió una noche” obtuvo en 1934 cinco Oscars correspondientes a la mejor película, mejor actor (Clark Gable), mejor actriz (Claudette Colbert), mejor director (Frank Capra) y mejor guion (Robert Riskin). Se trata de una fecha significativa, a partir de la cual la industria hollywoodiense se impuso a sí misma unas normas de producción que regían la economía de lo decible/mostrable en los films. Más conocido como Código Hays, en referencia a quien lo auspició, el senador republicano James H. Hays, estuvo vigente hasta 1967, cuando fue sustituido por una normativa de clasificación de las películas por edades. Cabría suponer, pues, que, al multipremiar “Sucedió una noche”, la industria galardonaba tanto las excelencias artísticas del film como su correcto ajuste a las recientes normas censoras.
Decía Ortega que “el tabú es el origen de la metáfora”. Centrada en la escena sexual- la química de la atracción hombre-mujer- la comedia cinematográfica explora los avatares y vericuetos de sus personajes hasta la consumación final, en forma de sublimada ceremonia nupcial, de su aparejamiento tras resolver múltiples equívocos, elidiendo siempre los aspectos más explícitos de dicha inmostrable escena. Con o sin Código, el cine de Hollywood ya había desarrollado un frondoso entramado estilístico para hacer alusión al sexo sin nombrarlo y reducir al fuera de campo de la imagen lo que ésta no podía incluir. Y ahí reina el juego con la perífrasis, utilizando las armas expresivas de la metáfora y la alegoría. Es en ese terreno donde Capra construye su mítica elaboración- una de las más célebres y citadas de la historia del cine- en la que las murallas de Jericó caen al son de las trompetas de Josué. El episodio bíblico es citado por Peter Warne (Clark Gable) al tender, mediante una cuerda, la manta que separa, perpendicular a la posición de la cámara, los dos espacios de la habitación que se ve obligado a compartir con Ellie Andrews (Claudette Colbert).
La alegoría de las murallas de Jericó se complementa discursivamente en el film con el juego de la representación al que se libran sus protagonistas cuando, para confundir a los detectives enviados por el padre de Ellis, ponen en escena la agria discusión de un matrimonio obrero en la habitación de un sórdido motel. Esta muestra de conyugalidad gastada por la usura del tiempo y la costumbre diseña no sólo un posible destino futuro para Peter y Ellie, sino también una representación dentro de la gran representación que es la película entera. La manera en la que ambos celebran, tras ahuyentar a los detectives, el éxito de una farsa de la que son sus primeros espectadores nos la ofrece Capra como el sustrato mismo del amor que pronto estallará entre ellos. Stanley Cavell habla de “una razón por la que nos da la impresión de que estas relaciones tienen la cualidad de la amistad, otro factor gracias al que nos transmiten su alegría.”
Antes de la simbólica caída de las murallas de Jericó, deben caer los semblantes (masculinos y femeninos) de Peter y Ellie. Si el primero se asimila a la metáfora paterna en tanto impone normas domésticas y morales- desde cómo mojar correctamente un donut en el café hasta la mejor manera de detener un coche sin tener que enseñar las piernas- la segunda deberá dejar atrás su estereotipo de pobre niña rica (la poor rich girl de la comedia hollywoodiense), esa “mocosa consentida” merecedora de azotes en el culo cuando Peter la acarree a hombros para cruzar el río.
Una premonición de la caída del muro tendrá lugar cuando Ellie pase, con intrépida voluntad, al “lado israelita” del asedio donde Peter acaba de formular su demanda amorosa de cómo debe ser esa mujer que lo acompañe en su ideal isla desierta. Escena muy justamente celebrada por la crítica, puede decirse que en ella se ganaron el Oscar tanto Claudette Colbert y Clark Gable como el guionista Robert Riskin en sus bellos diálogos. Riskin elabora también una sutil estrategia narrativa mediante la cual se demora el cierre de la intriga, dando tiempo a que el padre de Ellie asienta, permisivo, al verdadero deseo de su hija y reduzca al silencio, mediante pago de cien mil dólares, al fementido y malcarado pretendiente.
De la pasión imaginaria al don activo de sí, “Sucedió una noche” diseña un arco dramático en el que el amar al otro en su falta inscribe una dinámica deseante en las imágenes regida por una dialéctica del cambio y la transformación. Nada hay aquí de esa pétrea- por estática- defensa del “carácter sagrado de la institución del matrimonio y el hogar”, como quería el Código Hays y si la película, convengamos, acaba bien y a gusto de todos- la historia se despide con un plano de la manta caída en el suelo- lo hace desde la óptica del carácter movedizo e inestable de las relaciones, sin establecer ninguna valoración previa de las mismas. En los años cincuenta del pasado siglo, Juan Antonio Bardem señalaba, con no disimulado desprecio, el carácter simplista de los cuentos de “la abuelita Capra” con sus moralejas siempre al servicio de entronizar los valores del Sueño Americano. Convendría desmentir dicho aserto en la hora actual porque Capra nunca renunció a dar cuenta de la subjetividad de su época, como decía Lacan. Y bastaría para demostrarlo esa vibrante y emotiva celebración de los pasajeros de un autobús donde cada uno de ellos canta la estrofa que se sabe de una conocida canción y todos, empezando por el conductor, corean el estribillo. Entonces el cine era un arte popular que provocaba la empatía del espectador a través de una solidaridad de clase. Y el anticlímax de la escena nos muestra a un niño deshecho en lágrimas ante el desvanecimiento, por falta de alimentos, de su madre en desesperada búsqueda de trabajo porque estamos en los años de la Gran Depresión…