El baile de la discordia
“La danza es un arte que florece cuando los discursos se mantienen en su lugar”, dice Lacan en El atolondradicho. Las vueltas que da el sujeto, cabeza de chorlito, buscando su ser llevan inevitablemente a la zarabanda, donde se pierde. Los cuerpos danzan jugando a la distancia que crea amor, orientados hacia un sexo que no se encuentra. El ritmo escande algo que da alegría, como si fuese posible el amor del sexo. La danza es una solemnización del cuerpo que reescribe que no hay biopolítica del coito, que da vueltas en torno de lo que no existe, y lo exhibe. Es el encuentro del desencuentro. Es una escritura en la que el cuerpo entra erecto y vivo, con los pies en el suelo, como sueño de la gravedad. La música recubre que danzando no se habla y que la danza es lo más cercano al pensamiento, no sin palabras entonces. La danza quiere escribir el goce fálico; hasta que Pina Bausch (por decir un nombre) busca cómo trazar el Otro goce.
La Escuela de la Bauhaus, nacida hace ahora cien años en Weimar sobre las cenizas de la Gran Guerra, metió a los cuerpos de los artistas en una nave industrial para que se reconocieran implicados en la creación de un nuevo mundo. Su primer director, Walter Gropius, reunió a artistas como Paul Klee y Wassily Kandinsky, y a un grupo de alumnos que llevaron al extremo la creencia en un campo unificado del arte, poniendo en continuidad la artesanía con la producción industrial, el cuerpo con la máquina, con el fin de diseñar objetos, desde tipos de letra a edificios, en los que la forma siguiera a la función, con una proporción humana y con la integración del color como discurso en sí mismo. En 1925 se trasladó a Dessau y en 1932 a Berlín, justo a tiempo para que al año siguiente el régimen nazi la cerrara.
El fundamento corporal del arte era una herejía artística. El cuerpo tenía en aquel momento un nuevo hogar en el que moverse. De un lado, la ausencia de los 18 millones de muertos de la guerra más industrial; de otro, la nueva sexualización de las relaciones humanas, que mucho debía al psicoanálisis. La escuela comprendía varios talleres y un teatro, donde los estudiantes presentaban sus creaciones. El encargado de éste era Oskar Schlemmer, Maestro de Forma en la Bauhaus desde su comienzo, interesado, como pintor, escultor y coreógrafo, por el modo como el cuerpo humano ocupa el espacio que habita. Una de sus obras más conocidas es el Ballet Triádico, un festival de forma y color con música de Hindemith, en el que podemos reconocer las evoluciones del número tres del amor y del número uno del poder.
Schlemmer organiza la danza a partir de la abstracción (como proceso de separación del objeto) y del esfuerzo de mecanización de los movimientos corporales a fin de poner de relieve aquello que nunca será mecanizable. El ser humano es el límite del sentido en el teatro; en su trabajo de abstracción lo que importa es el cuerpo en movimiento como presencia en un espacio. La gimnasia y el deporte, en aquel tiempo en pleno desarrollo, permiten un estudio de los movimientos humanos completamente renovado.
El Ballet triádico, de Schlemmer y sus alumnos de la Bauhaus, completado en 1923, se desarrolla en tres cuadros, distinguidos por tres colores1. Tuvo una música compuesta por Hindemith, pero la coreografía parece anterior a la música: se podría representar en silencio. El primer cuadro es amarillo, jocoso, burlesco. El escenario lo ocupan una o dos figuras a la vez: una bailarina, un personaje hecho de esferas que son miradas. Hasta la aparición de una figura con casco metálico, algo amenazador. Termina un arlequín en un cubo cuadriculado, solo. El segundo es rosa, y los movimientos son ceremoniosos y solemnes. El dúo de la bailarina y su compañero es interrumpido por un personaje que tañe unos platillos o exhibe una maza. Parece que la bailarina, con una falda hecha de esferas, duda entre ellos, pero al cabo danzan armónicamente los tres, sin tocarse. El tercer cuadro es negro. Empieza con una bailarina sola que gira recorriendo una espiral, hasta que aparecen dos guerreros metálicos. La mujer, vestida ahora de serpentinas metálicas, danza con ellos de nuevo sin tocarse. Hasta que aparece la figura del poder: porra, punzón, campana, ponen fin al ballet.
¿Es posible que el amor subsista mejor sin contacto sexual? Quizá; pero evitando el amo del discurso, en una nueva herejía.
Notas:
1.